Fortunatas y Jacintas en el siglo XIX

Desde que dejáramos a las mancebas y doncellas en el siglo XVII han pasado meses, años y hasta siglos, pero la situación de la mujer no ha variado demasiado. Lo que sí ha cambiado es la ciudad de Madrid.

Marido e hijos

La misión principal de la mujer seguía siendo el cuidado del marido y los hijos. Su nivel cultural era ínfimo. Los inteligentes debían ser los hombres, se despreciaba a las mujeres que se les querían «igualar». Se consideraba que las mujeres tenían poco entendimiento y una inclinación innata a la frivolidad. Evidentemente había que combatir esto último. Habían nacido para depender del hombre y si aprendían algo sería solamente para poder complacer a éste en el futuro. Lo más importante era la defensa de la decencia ante todo.

Su máxima ambición tenía que ser hacer feliz a su marido y redimir al género humano como madre y esposa. Claro que para los maridos este tipo de matrimonio no debía ser muy divertido y buscaban, sin ningún tipo de problema, la diversión fuera de casa.

Para conocer al posible futuro marido tenían las fiestas, el teatro, los bailes, los entierros y el paseo del Prado.

El matrimonio era algo imprescindible para que la mujer llegara a ser reconocida socialmente.

Hasta los treinta años las señoritan no podían salir solas a la calle. Todo lo que llevaban puesto seguía una estricta normativa. Por ejemplo no se admitía que salieran con el pelo rizado o enseñando los brazos.

Una obligación primordial de las mujeres era tener muchos hijos. El número de muertes infantiles siguía siendo alto y había que velar por el futuro de la familia o, en el caso de los pueblos, de la mano de obra para cultivar los campos.

De hecho incluso los científicos apoyaban estas creencias. Determinaron que había una relación directa entre la formación cultural de la mujer y su incapacidad para tener hijos.

Las mujeres nobles no críaban a sus hijos, para eso tenían amas de cría y después a las nodrizas . Sólo si no se lo podían permitir económicamente los criaban ellas mismas. Las amas de cría se alquilaban. Si trabajaban en casa de unos nobles incluso se les permitía viajar en el coche con los señores o comer con ellos.

Las solteras eran unas desgraciadas, se las consideraba unas fracasadas.

La educación y la casa

La educación se recibía en escuelas o, mejor aun, en casa con clases particulares. La enseñanza se limitaba a aprender a leer y escribir, un poco de geometría, lo justo para poder cortar patrones, y economía doméstica. Asignatura ésta fundamental ya que sería útil a lo largo de toda la vida de la mujer. Aprendía a bordar la rica y a manejar la máquina de coser, a finales de siglo, la menos afortunada.

Era importante que la señorita de la nobleza supiera elegir al personal de su servicio. Sólo el lavar la ropa se realizaba cinco días a la semana.

Aun así el llevar una casa en aquella época no era tampoco una tarea fácil. El protocolo era tan estricto que había que tener muchísimas cosas en cuenta a la hora de organizar cenas o bailes.

Las fiestas

El menú y los invitados corrían a cargo de la mujer. Había que tener en cuenta a quién se hacía coincidir con quién. Había fiestas prácticamente cada día, lo que implicaba una selección cuidada de los asistentes. Además, para cada ocasión, era importante la elección de los asistentes que pudieran ser más beneficiosos para los negocios del marido.

Otro paso a seguir era la elección del vestuario. No se podía repetir el mismo vestido. Había que hacer arreglos, compras y pruebas en la modista. Un trajín.

Las invitaciones se hacían por escrito y por escrito se agradecían también las recibidas. Además diariamente se dedicaba un tiempo para recibir a las visitas de compromiso cuando no las realizaba uno mismo.

La casa tenía que estar en perfecto estado, reluciente. Los criados debían comportarse de la forma adecuada, la comida servida como mandaban los cánones. Las «mediasnoches» preparadas para tomar en el momento oportuno. Como vemos, esto de las fiestas era un «sin vivir».

Las comidas

Estaba de moda un tipo de cocina a la francesa y muchas veces los platos, incluídos en el menú escrito, llevaban sus nombres originales.

El desayuno solía hacerse muy temprano, de siete a ocho de la mañana; se solía comer hacia las doce de mediodía, era la comida o almuerzo y la cena era hacia las ocho de la tarde. Incluso por la noche se comía mucho no faltando un guiso de patatas o legumbres de primero seguido por un plato de carne o pescado y los postres.

En caso de baile, hacia la medianoche se sirven canapés y «mediasnoches» para mantener el ánimo de los invitados.

Aunque la mujer de la nobleza no trabajaba, si recaía sobre ella el saber mantener el palacio al nivel adecuado de representación para reforzar la posición familiar.

La mujer trabajadora

Es en el siglo XIX cuando aparece la posibilidad de que la mujer trabaje. Evidentemente este tema entre las clases sociales más bajas no se había tratado, porque tenían que trabajar sí querían sobrevivir. Por una lado se decía que la mujer físicamente no estaba destinada al trabajo, para justificar que la mujer pobre sí lo hacía, se recurría a que Dios así lo había dispuesto y ella había de resignarse.

Las mujeres sin recursos económicos, el llamado «pueblo», se dedicaba al tejido, al hilado Isabel II y Francisco de Asiscasero y a la costura. Su ámbito de trabajo era en casas de la nobleza o en tiendas. Teniendo en cuenta la mentalidad de la época, muchas de estas mujeres se sentían culpables de «abandonar» por el trabajo a sus maridos e hijos, aunque no hubiera más remedio.

A partir de mediados del siglo algunos hombres empezaron a dedicarse también a estos trabajos (camiseros y zurzidores). Otro trabajo típicamente femenino y que nos ha dejado personajes inolvidables: la cigarrera.

La mujer trabajadora provenía de familia pobres y tenía que ayudar a mantener el hogar. También aquellas viudas que se habían quedado sin recursos o solteras sin familia.

En el caso de niñas huérfanas, eran ingresadas enseguida en instituciones de beneficencia. Allí tenían que trabajar. Cosían, planchaban, lavaban y cocinaban

La incipiente clase media proveía a la sociedad de profesoras de música, labores o idiomas.

El punto de unión entre las mujeres nobles y las trabajadoras era el hombre. El noble, si bien adoraba a su mujer que era el «angel de la casa», no tenía problemas en mantener a una querida o a varias. También se estilaban las visitas a ciertas casas de señoritas. La noche es joven y da para mucho. Mientras tanto la «santa» en casa bordando.

La prostitución

En esta sociedad tan complicada, con tantas restricciones y protocolos, había una profesión femenina que alcanzó un número impresionante: las prostitutas.

Se calcula que, aparte de unas dos mil que se dedicaban a ello de forma controlada, había unas treinta y cinco mil que lo ejercían de forma clandestina.

Las prostitutas podían ejercer su profesión en una mancebía o casa de prostitución. Pero las dueñas de estas casas las trataban prácticamente como esclavas. Había unas pocas casas de prostitución de gran nivel, pero la mayoría eran sucias y malolientes. Las prostitutas casi no tenían para comer, se emborrachaban, envejecían pronto y cuando ya no servían las echaban a la calle o las llevaban a otro pueblo.

La otra opción era la de ofrecer sus servicios por propia cuenta. Estas prostitutas se llamaban carreristas. Estas eligían libremente con quién querían ir y cuándo, aunque su horario debía ser nocturno. Al moverse en un ambiente peligroso muchas buscaban la protección de un chulo que frecuentemente las explotaba.

Muchas mujeres terminaron en hospitales con enfermedades venéreas que, a su vez, habían contagiado a sus clientes.

Su final no solía ser bueno, en la calle, pidiendo a los transeuntes y muriendo como un animal sin importar a nadie.

La importancia del clero ya la hemos visto en otro artículo, por lo que no vamos a repetir este tema. Su importancia e influencia en la sociedad del siglo XIX (y del XX) es más que clara.

Claro que nada es totalmente blanco ni totalmente negro, pero desde luego que la sociedad del siglo XIX no fue, por lo menos en Madrid, muy proclive a escuchar a las mujeres. Aunque, la verdad, sólo unas pocas tenían y querían decir algo. Claro que a éstas tampoco les fue fácil, por lo que su empeño tiene más mérito todavía.

En fin, que seguimos igual. La mujer en casa, ciudando del marido y la prole, mientras el caballero se distrae con sus amigos. Podemos ver, una vez más, que una de las causas fundamentales para que esta situación pudiera mantenerse era la falta de educación en la que se veía sumida la mujer, relegada a un puesto secundario dentro de la sociedad.

¡Cuánto cuesta cambiar!

Fuentes:

Historia de Madrid. Siglos XIX-XX. Web de estudiantes de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid, 1997 – 1998
La mujer madrileña del siglo XIX, Simón Palmer, María del Carmen. 1982. Instituto de Estudios Madrileños del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
La vida cotidiana en el Madrid del siglo XIX. Corral, José del.Ediciones La Librería. 2001
La mujer a debate. Taller conducido por Juan Senía Fernández. Museo Cerralbo. 2011
Notas de una vida. Conde de Romanones. Marcial Pons. 1999

 

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